Siento un ligeramente trágico sabor a rúcula, un pequeño espesor en el pecho, un desvarío. El sonido de graves tabernas españolas remojando el cerebro de nuestra juventud, aún por descubrir el amor o el fracaso. Siento la diminuta tragedia de ir a lavarse las manos para encontrarse el frasco de jabón vacío. A veces se me llena el tórax de un soplo que va para miedo y termina siendo una colección de suaves delicias turbias. Sabor sutil y punzante, como el que queda en los ojos cuando entre la multitud se divisa un fulgurante vestido amarillo. Dime por favor que no sueño cuando digo que se siente en el aire la campana temible que está por golpearnos a todos. Que se acaba el verano y que mañana empieza la adultez. Que el lunes siguiente pasará algo terrible y sobre cada verdulería colgarán carteles diciendo que al menos por hoy la tienda está cerrada. A veces trabajo en el balcón y de improviso llego a imaginarte, y salgo del experimento algo cansado y algo triste. Pero no triste como sauce como pájaro como playa vacía más bien regocijado en una tristeza minúscula, inocente, benefactora. Te quiero decir que hoy por hoy soy todas las avestruces de la tierra, y agacho la cabeza pensando en cómo se sentiría que a mi pelo lo atrapasen tus manos simples. Quiero contarte un par de cosas, quizás de mi última compra de supermercado, o la insignificativa parentela con que me encontré por casualidad a la salida del metro en esa estación a la que nunca había ido. Podemos hablar también de dioses y de tumbas si quieres, juzgar incluso hasta los pliegues de las corbatas de cada juez y ministro. Como tú quieras pajarita oscura, siempre y cuando me concedas también un par de excepciones: quiero dejar una mitad de la noche para que me cuentes vidas tú, y una tercera mitad estrictamente reservada para honrar la promesa de que nadie le cuente nada a nadie. Tan solo entretengo la idea remota de que agrupemos soledades duro y parejo y comamos rúcula juntos mirándonos de reojo, diciendo cualquier cosa, estableciendo nuestro propio clan de fieras salvajes. Disfrutando cómplices las pequeñas torturas inevitadas, el ligero error de comerse la frutilla tan rápido que su verde gorro se va de piquero a la garganta. Vivir de a dos el nervioso momento en que se desenrollan de a poco mensajes de voz dispersos y largos y misteriosos, como anacondas gigantes entre pantanos de historia. Tan solo me despierto tarde cuando el sol martilla deshojado entre los huecos de la cortina y algo que pulula en el aire me recuerda que es domingo de viaje. El tren, por supuesto, ya partió hace horas y se encuentra ya más bien cerca de su destinación