Daniela

Daniela era, o es, una mujer ligeramente diferente, o muy diferente, no lo sé. La conocí, o mejor dicho, la vi, en una aplicación de citas.

Ella me habló primero, enérgicamente, cosa extraña en la subcultura. Decía estar a una milla de distancia, y en su foto aparecía con un vestido negro, sin adornos ni flecos, pero cuyo escote era la unión de dos telas, que venían desde cada hombro y se juntaban apenas por sobre el ombligo. Me dijo que estaba en la ciudad esa noche, y que honestamente estaba buscando cuál era su mejor alternativa para hacer. Le respondí. Me respondió. Le respondí y me respondió. Su tono era ligeramente alegre, coqueto y con una honestidad descaradamente dulce. En un momento dijo que se desocuparía en treinta minutos, y le dije que nos viéramos en la esquina de la fábrica de Spaghetti, un restorán de la zona. Nunca había hecho algo así, pero la adrenalina era linda y no vi de qué temer, así que partí. Al llegar no me encontré con nadie, y le escribí diciendo que ya estaba allí. No hubo respuesta. Me sentí ciertamente estúpido, pero a la vez, me dio cierto placer confirmar una malévola e injustificada hipótesis; una invitación así, de una mujer así, no podía ser verdad.

Volví derrotado, pero no tan derrotado como para cambiar algo, y por lo tanto la vida siguió martillando como siempre. Fue una semana después, caminando de noche, a dos cuadras de la fábrica de Spaghetti, que me encontré a Daniela, o eso creí. Llevaba jeans apretados y una camisa negra, y su mismo pelo negro, y sin tener una cara particularmente reconocible, supe de inmediato que era ella. Y le hablé.

Le pregunté que qué había pasado el otro día, y me dijo tranquilo pelado, soy así con todos. Así me gusta pasar la noche. Le seguí preguntando hasta entender por completo; Daniela se entretenía ilusionando hombres con aventuras de una noche. Nada terrible, jamás repetía a sus víctimas, solo le gustaba ese pequeño ardor de la adrenalina revoloteando, y para Daniela esa adrenalina venía de prometer un plan sencillo, unos tragos, una partida de pool, una piscina nocturna, y luego desaparecer. Algunos insistían más que otros, algunos la llamaban, y otros la buscaban en redes sociales. Sospecho ahora que quizás Daniela no era su verdadero nombre, para evitar problemas.

En un principio me pareció horrible, pero su forma de explicarlo le daba un toque de incuestionable inocencia, como si se tratara de niños haciendo bromas telefónicas. Quise repudiarla pero no lo logré, y en vez de eso le seguí hablando, a dos cuadras de la fábrica de Spaghetti. Pensé (patético, pero así fue) que quizás podía desviarla de su plan, que quizás con la conversación que estábamos teniendo, y unas bromas coquetas, Daniela rendiría su juego. Quizás me diría su nombre y daríamos unas vueltas, nos tomaríamos unos tragos, o nos sentaríamos cerca del teatro en su mejor hora, que era justo ahí, a eso de las once, cuando está cerrado.

Pero no. Apenas le pregunté que qué iba a hacer esa noche, Daniela entendió todo, y no supe si mi pregunta también le subió la adrenalina, o le entró el miedo, o la vergüenza. Lo único que sé es que con una pícara sonrisa me dijo buenas noches pelado, se dio media vuelta, y caminó en dirección contraria sin nunca mirar atrás.