Oddyseus

Para entonces las alfombras se habían vuelto intransitables Y las puertas no eran puertas, sino piel de naranja. Me sentí como llamado por el doblar de los juncos. Odié correr con torpeza y con tijeras, odié cada pasillo y cada esquina, Cada escalera altiva y cada escalón traicionero. Sudaba tinta, salmuera, humedad, y tenía la cáscara como de espantapájaros. Era un licántropo viendo a su dios frío y gravitante. Era un escarabajo de oro en el desierto nocturno. Era un tipo con las manos ásperas, apoyadas sobre vallas de madera que dan al lago de los cisnes. De cisnes durmientes que afortunadamente miré con envidia. Ni todas las tormentas, ni los aeropuertos, ni Poseidón ni Escila ni Caribdis. Ni Parménides el quieto, ni las cuerdas cortadas, ni los últimos sorbos habrían podido conmigo. Y ahí estaba, derrotado como las hojas cafés o los perros viejos, Derrotado simplemente como lo antiguo o las cenizas. Hasta que vi entre las aguas una antorcha cambiante , y restregué mis párpados de perro marino. La desconfianza me pintó la sangre de verde petróleo, y veinte años le tomó a la sal de los vientos blanquearme la melena. Ya no vi la llama nunca más, sino en su lugar, una convención de luciérnagas. Cerré los ojos y estaba solo, como la verdad, la noche y el silencio. Solo como el dios abandonado, como Sísifo, como los poliedros. Pero la felicidad me venció para siempre cuando escalé el mascarón de Proa. Me recogió una sirena muda, con olor a pasado, a final y a principio. A los nuevos principios, y a los reencuentros. Olor a los sueños de un hombre despierto. A Ítaca.