Sweet Caroline

Has tenido alguna vez sexo en un avión? Yo no.

Has pensado alguna vez en tener sexo en un avión? La verdad es que yo nunca lo había pensado.

Nunca lo había pensado hasta que conocí a Carolina, e hice con ella muchas cosas por primera vez. Decir que Carolina cambió para siempre mi percepción sobre volar no le haría suficiente justicia. Pero así fue.

Cuando te subes a un avión por 13 horas hay, en general, una sola cosa que deseas más que nada en el mundo: aterrizar. Pero gracias a Carolina, ese no fue un vuelo ordinario en lo más mínimo, y el momento del aterrizaje, por supuesto, fue el peor de todos.

Me subí al avión como de costumbre, haciendo lo que estuviese a mi alcance para minimizar el sufrimiento, en preparación psicológica para una noche sin dormir. Estaba, como de costumbre, atrasado con el trabajo, así que saqué mi computador para revisar el correo. Ahí estaba yo, audífonos puestos, zapatos fuera, manos en el teclado y la cabeza contra la ventana (siempre hay que elegir ventana). Y ahí llegó ella, a punto de sentarse junto a mí. No pude evitar apreciar su apariencia, y tuve que forzar mis ojos a volver al computador. Seguí trabajando, con involuntarias miradas de reojo, que la divisaban poniendo en comodidad sus cosas y su cuerpo.

Su pelo y ojos de uniforme café claro, baja de estatura, dulce y pronta en sonrisas. Me detuve, sin embargo, en su especial figura, de complexión atléticamente voluminosa; con hombros anchos, definidos brazos que no llegaban a ser musculares, y gruesos muslos constrictores. Descubriría más tarde que Carolina era capitana de un equipo de Waterpolo, lo que resumía su cuerpo tan bien como es posible resumir.

En un momento, para mi fortuna, una azafata me hizo indicaciones para guardar mi computador y cerrar la mesita delantera. Me saqué los audífonos y miré con decisión a mi derecha, donde me encontré con su expectante sonrisa. Incómodo saludo. Incómodo saludo, pero empezamos a hablar de todas formas, primero sobre nuestros destinos y luego sobre el libro que llevaba en sus manos (Cien años de soledad, dijo que le estaba gustando, pero que algo al respecto se sentía “demasiado forzosamente feliz”), y luego rápidamente pasamos a hablar de la vida, y luego rápidamente pasamos a hablar de nos.

Antes de que pudiese darme cuenta estábamos a trece mil metros de altura, y mi corazón volaba por su puesto mucho más arriba.

Lo que encuentro genial, me dijo, es el paso incomparablemente rápido del libro. Como que al ver la vida de esta gente pasar tan rápido, y saltar de generación en generación, no te da ni tiempo para discutir contra la trama o criticar las palabras o acciones que los personajes toman, y terminas echándote hacia atrás y simplemente viéndolo todo ocurrir. Cuando terminó de hablar algo se sintió profundamente bien. Eramos como dos engranajes de diferentes máquinas oxidadas, que finalmente se sientan juntos, y encajan, causando un estruendoso y extraño sonido de click.

Y qué extraño! Nos habíamos conocido hace solamente una hora y sin tener mucha idea de quién se trataba la otra persona, sentí que podíamos besarnos. Intenté convencerme de que me motivaba su personalidad más que su belleza física, pero no sé si ya, desde aquel momento, fuese cierto. La proximidad física forzada por las circunstancias jugaba a mi favor, a su favor también, por qué no. Hice un esfuerzo consciente para no despegar nuestras miradas, y palpé el crescendo de dulce incomodidad y tensión que se formaba. En la escena eramos dos magnetos, que el niño que es el pudor forzaba con sus manos a no tocarse, tentándolos con cada vez mayores cercanías. Ciertas tensiones no se rompen si no es por el deseo de escapar de ellas.

Algo no se sentía real. Nuestros labios se tocaron torpemente, y mutuamente se distanciaron por una fracción de segundo. No tuve tiempo de pensar y simplemente observé como su cara se acercaba precipitadamente hacia la mía. Esta vez fue por un beso más largo, y lo hizo con tal decisión que nuestros dientes chocaron produciendo un molesto sonido. Lo siento, murmuró sin despegar sus labios de los míos. Todo bien, dije mientras una repentina felicidad inundaba mi sangre; de alguna extraña manera esta extraña se sentía con respecto a mí de manera similar a como me sentía yo con respecto a ella.

Estuvimos en eso por unos minutos, tomados de la mano. Torpemente al principio, pero decididamente al final. Apenas pude notar la incomodidad en mi cuello, y solo ocasionalmente pasó por mi cabeza pensar en qué clase de espectáculo estábamos dando al resto.

Como más tarde me revelaría Carolina, la temperatura de su cuerpo no paraba de subir. Su cerebro era una juguera a sesenta revoluciones por segundo. Será que él ha hecho esto antes? (cosa que realmente me preguntó después), en qué mierda me estoy metiendo? Mierda, qué rico es cuando sus dientes intentan rajar dulcemente mi labio superior. Podemos hacer algo más? Qué hago si quiero parar con todo esto? Da la impresión de que no hay escapatoria.

El siguiente par de horas se fueron entre intercalados periodos de besos y conversación. Conversación sobre la más amplia gama de temas, que incluyó por supuesto sexo, sangre, música, películas y drogas.

Hablando de drogas, dijo, cierra tus ojos un segundo. Qué vas a hacer? Solo ciérralos, confía. Ya puedes abrirlos.

Pude ver en su pequeña y tierna mano una enana bolsa de plástico, con sospechosas tabletas coloridas. Rápidamente la miré a los ojos con preocupación, y susurré, qué mierda? cómo tienes esto aquí? No te preocupes, es demasiado fácil, lo hago todo el tiempo. No tienen ninguna forma de descubrir dósis tan pequeñas.

El ambiente se quebró por un segundo; debo confesar que me asusté, y tratando de jugar con relajo, simplemente mencioné que jamás lo había probado. Se encogió y me dijo, obviamente, no tienes que hacerlo si no quieres. Creo que si quería. Me dijo que cerrara mis ojos nuevamente, y haciéndolo sentí sus tibios dedos mover mi lengua y poner una tableta bajo ella. Su suave y dulce voz se aproximó a mis oídos, diciendo oye relájate, te va a pegar en unos diez minutos. Un ex suyo, estudiante de cine, le había enseñado sobre el LSD. Carolina siempre tuvo sentimientos encontrados sobre él; el sexo en el balcón trippeados era extraordinario, pero algo sobre él se sentía como conformarse, y ella realmente, y de todo corazón, no quería conformarse.

Tomó una tableta y la puso sobre el suelo de su boca. Nos tomamos de las manos, entrecruzando nuestros dedos, y pusimos Como si fuera la primera vez en la pequeña tele de su asiento delantero. Se trataba, por supuesto, de una película ridícula, pero me encantó verla ahí, con ella, y ella dijo que le había encantado también. Esa canción de los Beach Boys es de lo mejor que se ha hecho nunca.

Cada diez segundos, o algo así, sentía una parte de mi cerebro preguntarse por si algo se sentía diferente. Quizás no soy lo suficientemente relajado para las drogas, pero mi facción controladora siempre obtiene un poquito de ansiedad. Carolina, por otro lado, parecía estar disfrutando al máximo. Sentí un poco de celos, y cerré mis ojos, haciendo el mayor esfuerzo posible para empezar a disfrutarme.

Mis globos oculares comenzaron a sentir el peso de sus párpados, y mi piel a estar alerta de su fricción contra las ropas y el cinturón. El ruido ambiental no podría haber sido más fuerte, y sin embargo, mi cerebro lo bloqueaba casi por completo. Mi cuerpo completo se sentía como si se moviese, aún estando completamente quieto. Esta mierda me está empezando a pegar. El asiento al frente de mi parecía extremadamente cercano, casi tocándome, y acercándose de alguna manera sin señal de movimiento. La redecilla en el parecía tejida por grandes arañas negras, no era aterrador sino curioso. Y así redescubría torpemente el mundo a mi alrededor. Y ahí lo encontré, en sus ojos.

Detenerme en sus ojos era realmente fantátisco. Los aviones tienden a darme claustrofobia, y su mirada era una especie de ventana de escape. Definitivamente más grandes al interior de lo que su exterior señalaba. Caminé hacia dentro de su mirada y pude ver un montón de pájaros coloridos. De alguna extraña maneraa tenía un cigarro en mi mano, y podía exhalar perfectos anillos de humos que se elevaban sin perder su forma. El único problema es que ella no estaba ahí, y por lo tanto tenía que salir. Me sentí atrapado por un segundo, pero comencé a escuchar el ruido del motor volverse más y más fuerte, y así de pronto estaba otra vez en mi asiento. Nos mirabamos el uno al otro, y mis ojos y mi lengua se sentían tan secos que pensé que se deshacerían ahí mismo en migas que tendría que recoger. Carolina se dio cuenta y me ofreció agua. Se sintió muy bien.

Todos mis sentidos estaban al límite, y a pesar de ciertos momentos de miedo y ansiedad, lo estaba pasando muy bien. Pensé que quizás estaba más lúcido de lo que nunca había estado, y consideré escribir mis pensamientos, de modo de no olvidarlos.

Ambos estuvimos absorbidos por un buen rato, no sabría decir cuanto, pero en algún momento empezamos a hablar de nuevo. Me soltó una bomba. Puedo decirte algo? Obvio, le dije. Pero no me vas a juzgar? Obvio que no, le mentí, por que quería saber. Se inclinó sobre mi, quedando su boca realmente cerca de mi oreja. Tan cerca que podía sentir sus labios con esos enanos vellos de mi lóbulo, y el calor que emanaba su aliento. Siento que somos una sola persona, dijo.

Me helé por un momento. Nunca una frase había sonado tan cierta y tan impropia al mismo tiempo. Un millón de innombrables pensamientos revolvían mi cabeza, y todo era tan rápido que desesperaba encontrar una respuesta. Así que dije que quizás yo lo sentía también. Pero la verdad es que no sabía si aquello era cierto, ¿cómo saberlo?, y no era acaso mi inseguridad una prueba suficiente de que no eramos en realidad uno?

Sostuvo mi mano, bastante apretada, y todo se volvía suave otra vez, y podía sentir incluso la brisa que venía de los pequeños ventiladores cilíndricos del techo. Tendría dudas ella también? Sería acaso que ancitipando mi reacción, era esa su manera de decir, está bien, todo está bien, hay un millón de cosas que no entiendo, y no sé a dónde vamos, pero es por eso que somos una sola alma.

No fue hasta que vacíe el líquido de mis ojos en los suyos, que me di cuenta que en la ruidosa multitud eramos solos, y que de alguna manera, por algún milagro del azar, los convolutos caminos de nuestras vidas se cruzaban precisamente en ese instanto, siendo entonces un único punto común.

Horas felices pasaron y el vuelo ya casi terminaba.

Prometimos no darnos ninguna forma de contacto. No sabríamos apellidos, ni redes sociales, nada. Esto era todo. Un breve momento de amor, húmedos besos, un vino de mierda y noventa microgramos de ácido. No hubo orgasmos, no hubo sueño, no hubieron discusiones ni desacuerdos. Abrochen sus cintures. Oh sweet lord, mataría esa voz. No me atreví a mirarla, eligiendo en su lugar la ventana. Perforábamos las rosadas nubes, y se elevaba el sol como si ese momento no fuese en absoluto especial. Ese sol hijo de puta. Cuando vi el primer edificio supe que mi vida se había acabado, y apreté su mano como nunca había apretado. Afortunadamente no hubieron huesos rotos. Cuando finalmente miré a mi derecha, vi una imagen detestable, lágrimas que rodaban por sus mejillas. Su olor había cambiado. Desde ese momento, el singular punto en que nuestros caminos se habían encontrado, comenzaría a diverger y diverger, como todas estas cosas, de manera irreversible.

Mierda, tengo mucha vergüenza, dijo, y le pregunté por supuesto, incluso creyendo que ya conocía la respuesta. No contaba con esto para nada, y ahora tenía que ir a encontrarse con una amiga, y su mente estaba en otra parte, en otra parte, y quería ir por ilimitados margaritas a ese bar de playa que había visitado el verano pasado, y quizás ir a la casa y ver la peor de todas las películas románticas, y reirnos juntos de su melosidad, y enojarnos por su solapada misogínia, y terminar bajando en mi cuerpo, y teniendo sexo contra la pared, y desmayar de sueño en la cama, tan solo para despertar nuevamente y tirar nuevamente.

Nada de eso lograríamos hacer.

Odio sentirme así, dijo, mierda me gustaría ser más fuerte. En realidad si soy bastante dura, no sé lo que me está pasando ahora. Obviamente no te quiero ni te amo ni nada, es solo que… No pudo terminar la frase, y yo tampoco sabía como hacerlo.

En restrospectiva, en ese momento de amargor puro, eramos, quizás una vez más, tan solo una.

Nos besamos y sus labios se sentían incómodamente fríos, y malolientes lágrimas pasaban de su mejilla a la mía, y por un momento odié que llorase, porque yo no podía llorar y mi garganta tenía la tensión de una cuerda de guitarra al borde de reventar.

Tomó su equipaje del comportamiento superior (qué puta mierda, golpeé mi asiento) y me dijo que tenía que juntarse con su hermana para tomar el vuelo de conexión. Sacó pañuelos de su mochililla y mientras secaba su cara me contó de sus próximos días. Sobre cuán emocionada estaba por una excursión a la montaña (me mostró una foto, realmente era increíble) y cuanto extrañaba a su hermana, que llevaba años viviendo fuera. Yo no decía nada en absoluto, y de pronto dijo adios besándome por un segundo, y comenzó a caminar por el pasillo. Duda, quizás arrepentimiento, en cada uno de sus pasos.

Estaba petrificado. Cuando ya había avanzado unos veinte metros por el corredor, pensé en decirle que la quería, quizás simplemente gritar Carolina, te amo. Pero no hice nada.

Ahora, de vez en cuando, veo la espalda de una mujer de baja estatura, con hombros anchos y pelo color de almendra, y por un momento algo en mi pecho se expande como un resorte. Nunca es ella, obviamente, y vuelvo por tanto a aquella canción, con la que más de una vez me burlé de su nombre.

Sweet Caroline,

Good times never seemed so good. So good. So good. So good.

I’ve been inclined (boom, boom, boom)

To believe they never would

To believe they never will.